En la famosa película Ratatouille, el chef Gusteau tenía una filosofía revolucionaria: «Cualquiera puede cocinar». Para muchos, esto sonaba a herejía en un mundo donde la cocina era un arte reservado a unos pocos privilegiados. Pero Remy, la rata con el talento de un verdadero chef, demostró que el talento no siempre viene de donde se espera y que la tradición, aunque valiosa, no puede convertirse en una jaula.
Algo muy similar ocurre con el lenguaje. Durante siglos, su estructura ha sido custodiada por académicos, gramáticos y escritores que establecieron las reglas del buen decir. Pero cada tanto, surge un Remy lingüístico dispuesto a desafiar lo establecido: nuevas palabras, cambios en la gramática, expresiones que antes eran errores y ahora son tendencia. El menú del lenguaje nunca es fijo, siempre está en evolución, en una cocina donde cada generación agrega sus propios ingredientes.
Sin embargo, no todo lo que se sirve en el plato del lenguaje es un manjar. Así como en la cocina, donde algunos experimentos culinarios resultan en combinaciones sublimes y otros en desastres incomibles, en el lenguaje hay innovaciones que enriquecen la comunicación y otras que solo generan ruido. ¿Cuándo un cambio es una evolución natural y cuándo es simplemente una mezcla sin sentido?
Los puristas de la lengua son como los críticos gastronómicos de Ratatouille: defienden la tradición, temen que la cocina se degrade y ven con escepticismo cualquier intento de cambio. Para ellos, jugar con la gramática es un sacrilegio, como servir una pizza con piña en la mesa de un chef italiano. Pero la historia del lenguaje, al igual que la historia de la cocina, nos dice que ninguna tradición se mantiene inmutable. Las palabras cambian de significado, las estructuras se adaptan, los idiomas absorben influencias externas como ingredientes exóticos en un plato que antes era simple y ahora es sofisticado.
Hoy, la discusión sobre el lenguaje inclusivo, los cambios en la gramática y la flexibilización de ciertas reglas es como una gran mesa de debate gastronómico. Hay quienes defienden las recetas clásicas, quienes proponen nuevos sabores y quienes, con un cucharón en la mano, echan cualquier cosa en la olla sin preocuparse por el resultado. Algunos insisten en que el idioma debe mantenerse puro, otros que debe adaptarse a los tiempos modernos, y muchos simplemente lo usan sin pensar en su evolución, como quien come sin preguntarse por la historia detrás del plato.
Pero si algo nos enseña Ratatouille es que el secreto no está solo en los ingredientes, sino en la armonía entre ellos. No todo lo nuevo es innovación, y no toda tradición es un dogma inamovible. La cocina del lenguaje debe equilibrar cambio y coherencia, pero últimamente parece que algunos chefs improvisados han decidido vaciar la alacena sin mirar qué están echando en la olla.
Tomemos, por ejemplo, la pretensión de que la «e» es la letra inclusiva por excelencia. Suena bien en teoría, pero en la práctica no solo rompe la expresividad del lenguaje, sino que ni siquiera sigue una lógica consistente. Si la idea es neutralizar el género, ¿por qué se cambia “presidente” a “presidenta” cuando “-ente” ni siquiera denota género, sino que significa “el que hace”? ¿Y por qué en otros casos no se aplica la misma regla? Más aún, resulta irónico que se intente imponer el «todes», cuando el español ya cuenta con una herramienta de inclusión mucho más poderosa y natural: las palabras que engloban a todos sin necesidad de forzar la gramática. Es hermoso poder decir todos los humanos o todas las personas, todos los gobiernos y todas las religiones, sin sentir que nadie queda fuera. En estos casos, la «o» y la «a» resultan infinitamente más inclusivas que una «e» que solo responde a un capricho de un grupo minúsculo.
Porque el lenguaje ya nos incluye sin necesidad de alterar su naturaleza. El país o la patria ya nos dicen a dónde pertenecemos sin preguntarnos por nuestra genitalidad o por con quién queremos acostarnos. La «e» es hermosa cuando nace de la esencia del idioma: libre, inteligente, célebre, amante… palabras que no necesitan ser reformuladas para incluir a todos. Pero forzarla donde no cabe es como intentar cambiar el ADN de una receta que ha evolucionado de manera natural por siglos: el resultado no es innovación, es ruido.
Y luego tenemos lo peor del menú: el intento de usar la «x» como vocal. No solo es impronunciable, sino que destruye por completo la lógica del idioma. Se supone que las vocales son el alma de las palabras, el ritmo de su sonoridad, pero algunos han decidido reemplazarlas con un signo que no tiene función fonética alguna. Lo más absurdo es que ni siquiera lo hacen con coherencia. He visto aberraciones como “amxr” en lugar de «amar», como si reemplazar una vocal por una equis fuera una declaración de principios y no un atentado contra la comprensión lectora. Esto ya no es experimentar con el lenguaje, esto es arrojar heces de rata a la olla.
Porque sí, cualquiera puede cocinar. Pero no cualquiera hace un buen plato. Y en el lenguaje, como en la cocina, la creatividad sin técnica solo genera desastres. Sin embargo, cuando escuchamos a alguien hablar con fluidez, con un léxico amplio y un dominio natural del idioma, sentimos algo similar a lo que experimentó el crítico Anton Ego al probar el ratatouille de Remy: una conexión inmediata con algo genuino, un regreso a la esencia del lenguaje bien usado. Porque al final, la verdadera riqueza del idioma no está en forzarlo, sino en saborearlo en su plenitud.

